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Las creencias religiosas y las convicciones ideológicas son respetables en su ámbito privado, pero no deben confundirse o mezclarse en el ámbito público de las decisiones científicas, legales y morales, ya que no expresan el sentir de todos ni suelen basarse en razones sólidas e incontrovertidas. La laicidad no se opone a las religiones o a las ideologías, sólo les señala un límite: en el espacio de las decisiones públicas que nos conciernen a todos, como en la educación, la atención de la salud, o en el cuidado del medio ambiente, se debe argumentar con razones y evidencias, datos y hechos comprobables y verificables. Por eso la laicidad se apoya en el ejercicio de la razón y la argumentación científica como medios para llegar a acuerdos y consensos. Toda opinión es valiosa y tiene el derecho de ser expresada en lo público, todas las creencias individuales o colectivas son respetables; pero ninguna de ellas ni ningún dogma pueden imponerse a todos, aunque sean creencias de la mayoría, ni mucho menos deben guiar las políticas, las leyes o las decisiones más trascendentes del Estado y de la sociedad. Por eso, la laicidad implica la búsqueda permanente de la verdad mediante el ejercicio lúcido de la razón, del diálogo y la opinión pública argumentada.